Hay una pequeña piedra, blancuzca, con tres pequeñas manchas fósiles que la hacen ser también una pequeña calavera: la calavera como metáfora de la materialidad del ser en su aspecto más ínfimo (hay aquí reminiscencias formales con el arte funerario mexicano así como teóricas, con la frenología hegeliana de “el espíritu es un hueso”). La piedra es cuidadosamente vigilada por una cámara que reproduce la imagen en un monitor aledaño. Sin embargo algo está alterado: La piedra de la filmación se deforma burlonamente. Se distorsiona, viaja por la sala, se multiplica. El espectador puede ver su imagen en el monitor, sabiéndose también vigilado. Pero la independencia del objeto vigilado y de la imagen de la vigilancia abre la pregunta acerca del carácter paranoico del panóptico: El vigilante produce su propia imagen de lo vigilado.
Hay un pene de hormigón, resquebrajado, símbolo y presencia inefable del poder del macho patriarcal, tanto más erecto cuanto más ruinosa su efectividad. Lo duradero y fuerte del hormigón junto con la “potencia” de la erección se ponen en relación paradojal con el resquebrajamiento y, no menos importante, con la situación de separación (castración) del pene exhibido (la ineludible paradoja de que para ser exhibido, mostrado en toda su potencia, el pene tiene que estar cortado, extirpado).
Hay un hombre sentado, encorvado, desnudo, flaco, materializando la decadencia de la autoridad paternal y el punto bisagra entre el fin de la subjetividad moderna (cartesiana) y un devenir otros desde las potencias del cuerpo y la desterritorialización podmoderna. Un complejo mecanismo casero y analógico (basado en el peso y el goteo de dos bidones con agua. Ver referencias de video) hace rotar, lentamente, una lámpara por encima de esta “pieza”, haciendo transcurrir la luz desde lo lateral a lo cenital y nuevamente a lo lateral desde el ángulo opuesto, todo esto en el transcurso de la tarde.